En un pequeño pueblo escondido entre las montañas, donde las nubes parecían acariciar las cimas y el aire fresco susurraba antiguas leyendas, vivía un anciano conocido como El Sabio de las Estrellas. Su nombre era Elías, y se decía que poseía conocimientos que trascendían el tiempo y el espacio. La gente del pueblo a menudo se reunía alrededor del fuego para escuchar sus historias sobre el universo, la vida y la existencia de Dios.
Una noche, mientras las llamas danzaban al ritmo del viento y las estrellas titilaban como si estuvieran atentas a la conversación, una joven llamada Amara se atrevió a hacer la pregunta que todos llevaban en el corazón pero que nunca se habían atrevido a formular en voz alta: “Elías, tú que has contemplado el cielo y has conversado con los astros, ¿puedes decirnos quién es Dios?”
El anciano miró a la multitud con ojos profundos y serenos, y tras una pausa que pareció eterna, comenzó a relatar:
"En mis años de juventud, cuando mi cabello aún no había sido besado por la plata de la luna, me hice a mí mismo esa misma pregunta. Y así, emprendí un viaje en busca de la respuesta. Viajé a través de desiertos abrasadores y bosques susurrantes, escalé las montañas más altas y me sumergí en los océanos más profundos. Busqué en templos antiguos y en las páginas amarillentas de libros olvidados. Pero la respuesta a ‘¿Quién es Dios?’ no se encontraba en ningún lugar específico ni en objeto alguno.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Dios no es una entidad que se pueda definir con palabras o encerrar en conceptos humanos. Dios es la experiencia de la vida en todas sus formas, la chispa de luz en la oscuridad, el hilo invisible que conecta todo lo que existe. Dios es el amor incondicional, la compasión infinita, la sabiduría eterna y la justicia perfecta. Es el misterio más grande y el descubrimiento más íntimo."
Los aldeanos escuchaban en silencio, colgados de cada palabra, cada metáfora, cada pausa. Amara, con los ojos brillantes de lágrimas y el corazón lleno de una comprensión nueva, susurró: “Entonces, Dios está en todo y en todos…”
Elías asintió con una sonrisa suave y concluyó: “Así es, Amara. En la bondad de un extraño, en la belleza de un amanecer, en la fuerza de un río y en la ternura de un abrazo. En cada acto de bondad, en cada gesto de amor, en cada momento de verdad, ahí encontrarás a Dios.”
Elías, con la mirada perdida en el cielo estrellado, continuó su relato. “Cada cultura y cada religión han intentado definir a Dios a su manera, con nombres y formas distintas. Pero la esencia de Dios es la misma en todas partes: es la fuente de toda creación, el principio y el fin de todo lo que conocemos y lo que aún está por descubrir.”
Amara, aún cautivada por las palabras del anciano, preguntó: “¿Cómo podemos conocer a Dios, si es tan inmenso e indefinible?”
El Sabio de las Estrellas sonrió y respondió: “La búsqueda de Dios es un viaje personal e intransferible. No se trata de encontrar respuestas definitivas, sino de aprender a hacer las preguntas correctas. Se trata de vivir con propósito, con amor y con la voluntad de ser mejor cada día. En ese esfuerzo, en esa búsqueda, es donde realmente comenzamos a entender quién o qué podría ser Dios.”
La conversación se extendió hasta altas horas de la noche. Uno a uno, los aldeanos compartieron sus propias experiencias y percepciones sobre Dios. Algunos hablaron de milagros y señales divinas, otros de la belleza de la naturaleza y la complejidad del universo. Cada historia era única, pero todas tenían un hilo común: la presencia de algo más grande que ellos mismos, algo que daba sentido y conexión a sus vidas.
A medida que la noche avanzaba, el fuego se reducía a brasas y el cielo comenzaba a clarear anunciando el amanecer, Elías concluyó: “Quizás la pregunta más importante no sea ‘¿Quién es Dios?’, sino ‘¿Cómo vivimos nuestras vidas en presencia de tal misterio?’. La verdadera comprensión de Dios puede que no resida en las respuestas que obtenemos, sino en la calidad de las vidas que llevamos y el amor que compartimos.”
Con el primer rayo de sol iluminando su rostro, Amara se levantó y, con una sensación de paz y asombro, agradeció al anciano. “Gracias, Elías, por guiarnos en esta reflexión. Hoy siento que cada uno de nosotros ha encontrado un pedazo de cielo en su corazón.”
Y así, con el despertar de un nuevo día, los aldeanos regresaron a sus hogares, llevando consigo la semilla de una pregunta eterna y la esperanza de que, en su búsqueda, encontrarían no solo a Dios, sino también la mejor versión de sí mismos.
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